El cazador de estrellas
Alguien me contó una linda historia acerca de las estrellas, sí, esas lucecillas traviesas que adornan el cielo con un mágico manto de luz. No se sabe de nadie que lograra contarlas todas; muchos lo intentaron, unos se durmieron, otros tras perder la cuenta una y otra vez, desistieron y otros se quedaban parados mirando lo bonitas que son y simplemente olvidaban lo de la cuenta.
Pues bien, me contaron que hace mucho tiempo hubo una persona llamada Job, que vivía en un pueblecito muy chiquitín pero con una playa preciosa. Y tanto le gustaban las estrellas que se pasaba las noches tirado en la arena de la playa mirando y mirando nada más.
Una de esas noches en la que el cielo estaba especialmente bello, vio como una familia se sentaba no muy lejos de él a admirar también aquel lindo espectáculo. Pero a Job no le gustó nada.
Desde aquella noche, no dejó de pensar en aquello. Quería las estrellas sólo para él, no soportaba la idea de tener que compartirlas con nadie, entonces Job se sentó en una silla y se puso a pensar una solución. Estuvo allí sentado mucho, mucho tiempo, le creció la barba y seguía allí sentado. Comenzó a llover, entonces miró al cielo, se levantó de la silla y empezó a caminar por las calles del pueblo, la lluvia iba parando y al cruzar una calle se quedó mirando una alcantarilla que tragaba el agua que corría por las calles, entonces sonrió maliciosamente y corrió a su casa.
Rebuscó por aquí y por allá, cogió una olla grande, un embudo, cuerda y hasta un fuelle, lo metió todo en una carretilla y se encerró en el garaje. Allí serró, cortó, atornillo, golpeó, volvió a cortar y así hasta que por fin dio por terminado su extraño invento.
Se trataba de un extraño artefacto, muy feo y difícil de describir, pero del que Job parecía bastante satisfecho. Así cargó el “aparatejo” en la carretilla y una vieja escalera y silbando recorrió el camino hacia la playa.
Una vez allí se sentó ceremonioso en la arena. Mientras se había hecho de noche y las estrellas ya brillaban allí arriba. Ni corto ni perezoso, bajó su invento y preparó la escalera, encendió una linterna y sin pensárselo un momento se subió en todo lo alto cargado con su máquina. Hizo girar una manivela y aquella cosa empezó a silbar la misma canción que cantaba Job camino de la playa. Job dirigió el embudo de la máquina hacia el cielo y como por arte de magia, todas las estrellas del cielo se metieron dentro.
Aquello no parecía pesar mucho porque Job metió sin problemas la máquina cargada de estrellas dentro de la carretilla, que se removían dentro pero no podían salir.
Job llevó su tesoro a toda prisa al garaje de su casa y fue metiendo las estrellas a puñaditos en unos tubos de cartón que cerraba con un corcho, así pasó toda la noche hasta que hubo terminado su tarea.
Luego se fue a dormir cansado pero orgulloso, nadie más que él vería las estrellas o al menos eso se creía él. Se metió en la cama y se durmió, como estaba tan cansado, durmió toda la noche y todo el día, volvió a hacerse de noche y un estruendo tremendo despertó a Job de su sueño. Salió de casa corriendo y se quedó allí parado con la boca abierta de par en par.
Y es que el espectáculo no era para menos, la puerta del garaje de Job estaba más abierta que la boca de éste y por ella salían disparadas hacia el cielo un montón de estrellas, todos aquellos tubos de cartón llenos de estrellas bailaban por el suelo hasta que el corcho que los tapaba salía disparado por los aires hacia el cielo haciendo un ruido tremendo e iban todas explotando en colores, unas verdes, otras rojas, azules y hasta moradas.
Todo el pueblo, en pijama, se encontraba en la casa de Job mirando aquel increíble espectáculo y aplaudían maravillados a cada explosión de color, cuando todas las estrellas consiguieron llegar de nuevo al cielo, brillaron aún más bellas que nunca. Pero Job no se rindió y siguió intentándolo una y otra vez, incluso ahora seguirá intentándolo, pero las estrellas siempre acaban escapando.
Publicado por
neocosmic
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